Un grito estremecido
casi inaudible,
ahorcado,
inherente,
estalla unánime
con un «no» expreso
ante todos los locos:
locos de odio y de horror.
Nuestra vida reducida,
apenas perceptible,
permanece ahogada
porque es inherente
a los males en
que cabalga.
Cabalguemos atentos
con riendas de razones sensatas
con bridas de manos blancas,
con espuelas de calma.
Ahora, una vez más,
en el rugiente equilibrio,
emergen,
sobran las heridas de la palabra.