Erase una vez… porque todos los cuentos para serlo han de comenzar así, ¿verdad? Pues eso, érase una vez una chica a la que le gustaba viajar en tren aunque también le gustaban otras muchas cosas: el olor de su sobrino nada más despertar y el del betún de los zapatos, los pistachos, los palos de agua, oír llover desde la cama, los caballitos de mar, El Principito, las películas de piratas, el chocolate blanco, caminar descalza por la arena y tantas cosas que llenaría muchas hojas para no dejar nada olvidado. Sí, es cierto, aquella chica eras tú.

¿Puede un cuento tener un final triste y sin embargo no dejar por ello de ser un cuento?¿Puede el mes de Marzo saltar del día 10 al 12 para que no pueda contar otro año sin ti? ¿Puede la primavera volver a florecer sin que estés aquí para verlo?¿Puede mi corazón dejar de latir por culpa de la tristeza? ¿Puede un tren dar marcha atrás y alejarse para siempre de aquella estación?

Inexplicablemente a mí también me siguen gustando los trenes… porque te recuerdo dormida en algún punto del trayecto Hendaya – París hace ya más de diez años, o comiendo un bocadillo sentada en el suelo de la estación de Bruselas el verano que recorrimos Europa; te veo con la frente pegada en el cristal observándolo todo, o tratando inútilmente de subir tu mochila en el portaequipajes.

Dicen que los padres no deberían sobrevivir a los hijos, ahora sé que tampoco las hermanas mayores deberíamos perder a las pequeñas antes de tiempo.

No pasa un solo día sin que te confunda con alguna chica rubia con el pelo recogido en una cola de caballo; incluso hay veces en que creo ver parpadear tu nombre en la pantalla de mi móvil, porque sigue grabado entre «Mónica» y «Noelia».

A veces creo que si hubiera habido alguna despedida el dolor sería menor, el sentimiento de vacío no tan intenso. Me resisto a olvidar el timbre exacto de tu voz, los pequeños gritos que conformaban tu risa, la forma que adquiría tu boca al bostezar, la manera peculiar de sentarte en el sofá para ver la tele.

No puedo dejar mi vida y vivir por ti la que nunca tendrás: porque yo no sé dibujar, ni me sale rica la tortilla de patata, no hablo cuatro idiomas, tampoco sé hacer una ranita que salta con un trozo de papel. Además, me da miedo viajar sola y me aburre ir al cine sin compañía… Pienso en las cosas que nunca harás, en tus sueños incumplidos: no serás mamá, ni viajarás por todo el mundo después de jubilarte; no te comprarás un ático con una terraza enorme, ni el pequeño coche de segunda mano para el que llevabas tanto tiempo ahorrando.

Mi casa que estaba llena de cosas, ahora está a rebosar. He traído muchos recuerdos de tu piso, incluida tu colección de tarjetas de teléfono, Trasgu y tus libros en japonés, que nunca llegaré a entender. He repartido tus fotos por toda la casa, así que me das los buenos días vestida de Pipi Calzaslargas, en el último carnaval que salimos juntas, y mientras desayuno, me sacas la lengua toda despeinada, desde alguna playa de Asturias.

«Los perros no deben vivir en los pisos» te dije un día muy seria, y ahora Trasgu mordisquea mis zapatillas y hasta le doy permiso para subirse al sofá mientras le acaricio detrás de las orejas, como solías hacer tú.

Me gusta pensar que aquel día te habrías quedado dormida, por culpa del madrugón y gracias al calor que hacía en el vagón. Necesito creer que no oíste la explosión, ni los gritos de socorro; que no llegaste a oler a quemado, ni a ver el amasijo de hierro que te rodeaba.

A la niña que fuiste alguna vez, también le gustaban los cuentos: Erase una vez…