Los niños que se mueren
pueden decidir entre saltar durante el día sobre camas de hormigón dulce o comerse las sábanas muy lento, con los ojos cerrados y felices.
El privilegio de la franela, dos centésimas de miedo para que suelten su mano:
por la avenida se agarran de la punta de mis dedos, mordiéndome, mamá.
Ya no tengo piernas y canto muy bajito, buscando un lugar cerca de mi padre,
así que ellos me hacen compañía antes de llegar a casa.
Qué bondad en el vestíbulo: tan blandita que no puedo morir.
Tengo amigos sin sueño ni pijama. Huelen a víspera de festivo, y convierten los termómetros en música de cámara, suave y abrazo, como los pasos de
los niños que se mueren.