Las víctimas del 11-M somos muchos. No sólo los que fallecieron (la mujer de mi vecino, el hijo de mi portero), a los que tanto echamos de menos. También hay víctimas que sobrevivieron al infierno, muchas de ellas todavía en hospitales, y luego están las otras víctimas. Mi hijo de 15 años y sus cinco amigos iban en el vagón de la bomba; son las víctimas que ya no lo son.

Uno de ellos tiene cataratas, otro ha perdido la movilidad de un brazo, a todos les tienen que operar para reconstruirles los tímpanos, mi hijo tiene cicatrices y todos están tristes y sufren pesadillas por las noches. Oímos del apoyo a las víctimas, de la recaudación de filas cero, de aportaciones económicas de toda índole y cada día que pasa nos encontramos más sorprendidos, vamos dando palos de ciego, de ventanilla en ventanilla, de institución en institución, sin que nadie nos indique ni ayude. Qué tenemos que hacer, adónde tenemos que acudir, no sólo para percibir las ayudas a las que nuestros hijos tienen derecho y que en el nombre de las víctimas todo el mundo está recaudando, sino ese apoyo, ese calor, que perdemos en los jornadas maratonianas de las consultas externas del hospital, en las curas, en las operaciones, en intentar como buenamente sabemos levantar la moral y el ánimo de nuestros hijos, en no saber qué hacer cuando lloran asustados, en ayudarles a vivir con la alegría que a sus 15 años deberían tener.

Ese apoyo, esa información que nadie nos ofrece, esa atención pormenorizada, esa ayuda que no tiene por qué ser económica; ni el Ministerio del Interior, ni la Asociación de Víctimas del Terrorismo, ni la Comunidad de Madrid, en fin, tantos y tantos estamentos públicos y privados que en su momento tanto divulgaron su ofrecimiento y de los que ni tan siquiera hemos recibido una llamada. Tan sólo tres meses después, somos simplemente las otras víctimas, como mucho noticias en la hemeroteca.