Entro en la estación,
(mi viaje será un homenaje).
No es una puerta
para algunos hacia ninguna parte.
Nadie se atreve a decir:
Mírala, mírala,
al lado del afluente del Jarama.
Todos nos movemos en silencio
y nos miramos, a los ojos,
y todos vemos nuestro dolor
en los ojos de los otros:
Nos conmueven los ojos cerrados
para siempre,
y como si quisiéramos dárselo,
miramos el andén,
las flores, las velas y los papeles escritos,
miramos las vías paralelas,
miramos el infinito vacío en la distancia,
miramos el tren que se acerca y se para.
Todos subimos al vagón.
El tren inicia tan suave su marcha,
el pitido parece una llamada al silencio
para no despertar más, las heridas calladas.
Queremos ver con los ojos
de los ya para siempre cerrados,
darles lo que vemos
y que estén sentados a nuestro lado
aunque no nos conozcamos.
Y que miren los balcones, las ventanas,
los edificios desiguales, esta ropa tendida y blanca,
esas montañas azules,
los graffiti de colores
y las obras en marcha.
Con qué suavidad se mueve el tren,
todos vamos serios, ocultos y presentes,
con el mismo pensamiento.
Enviamos ¿a quién? imágenes
de lo que vemos:
Los brotes de las plantas,
un árbol con flores de primavera,
los carteles publicitarios,
y el humo de las chimeneas.
También en los chicos que miran
atentos desde el puente
se sospecha una mirada nueva.
Todo ha cambiado de significado:
Los caballos,
las cercas,
la primavera incipiente
y el próximo verano,
estos polígonos industriales,
esos coches aparcados,
los apeaderos vacíos,
y los que miran quietos
desde un camino cercano.
Todo está visiblemente afectado,
las grúas,
las excavadoras,
los páramos.
La estación de Santa Eugenia está vacía,
nadie en los andenes.
Las lacradas velas solas y las flores frescas
bajo el sol tenue de mediodía.
Piedras en el estómago,
opresión en la garganta,
hasta los vagones tiemblan,
con el rigor del recuerdo,
vibran en el silencio.
En el Pozo del Tío Raimundo, en lo hondo,
se cruza una valla engalanada
de flores, fotos, papeles, palabras,
velas de sangre encendida
que ni el viento, ni la lluvia del cielo
quieren apagarlas.
A ningún Dios
puedo perdonarle estos crímenes.
No existe razón que justifique
tantas muertes destrozadas,
tantos seres adheridos al dolor,
tanto silencio contenido.
Nos queda el último tramo
hasta el grito unánime convocado
sobre la estación de Atocha:
Una amplia y quebrada corona
de más floreás ás palabras,
con un lazo roto de lágrimas.