Mañana es tu cumpleaños. Íbamos a salir a cenar a un restaurante caro para celebrarlo. «¡Un día es un día!» solías decir tú en ocasiones como esta. Había encargado tu pastel favorito, en esa confitería tan famosa que hay a solo dos manzanas de la casa de mis padres. Un gran pastel de moka y chocolate, recubierto de nueces y almendras tostadas, coronado por veintiocho velas rojas. Mario pensaba sorprenderte con un bonito marco de madera con su foto, que yo misma le ayudé a decorar con pasta de colores, y yo había ahorrado lo suficiente para comprarte aquel reloj que mirabas embelesado, cada vez que pasábamos por el escaparate de la relojería.

Me encanta esta foto. Tú tenías veinte años y yo solo dieciocho. ¡Eramos tan jóvenes y teníamos tantos planes para el futuro! Yo estaba delgadísima y tú, tú tenías el pelo casi tan largo como el mío. Mi padre decía que eras un hippie melenudo, pero con el tiempo acabó cogiéndote cariño.

Apenas faltan unos minutos para que den las dos. Tú solías llegar a estas horas del trabajo. Mario dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo y corría a tu encuentro, en cuanto oía girar la llave en la cerradura. Lo tomabas en brazos, y entrabais en la cocina enseñándome los morritos para que os diera un beso muy grande a cada uno. Poníais la mesa, mientras yo terminaba de servir los platos, y disfrutábamos de una sana y reconfortante comida casera, mientras tú hablabas del rutinario trabajo en la oficina, Mario de sus nuevas trastadas en el colegio y yo de los desorbitados precios de la carne y el pescado.

La comida ya está lista, pero Mario pone un cubierto menos en la mesa, después de preguntar con su media lengua, si hoy tampoco vienes a comer. Piensa que estás de viaje y sale corriendo al pasillo, cada vez que cree oír el tintineo de tus llaves, o tus pasos subiendo las escaleras.

Me siento a la mesa al lado de Mario, y observo ensimismada tu silla vacía. No tengo hambre, pero sé que debo introducir la cuchara en mi boca si quiero que Mario me imite. Ya sabes que a él solo le gustan los fideos y los macarrones y tengo que urdir mil artimañas para que coma de todo. Hoy no estoy de humor para juegos, así que opto por encender el televisor y dejo que se entretenga con los dibujos animados.

Oigo sonar el teléfono del salón. Seguro que es mamá. Desde hace una semana me llama todos los días a estas horas para preguntarme cómo estoy. – Claro que estoy bien, mamá, no te preocupes.- miento yo para tranquilizarla -. Pero ella sabe que no estoy bien y me dice que me quiere mucho, y me recuerda que debo ser fuerte, y acabamos las dos llorando.

Todo el mundo me dice que debo ser fuerte. La familia, los amigos, los vecinos, incluso gente a la que ni siquiera conozco. Pero ellos no tienen que enfrentarse cada día con la despiadada sombra de tu ausencia, con el tácito rumor de tu silencio, con el gélido espejismo de tu risa. Ellos no pueden ver ni sentir, el inmenso vacío que has dejado en mi vida.

Permanezco sentada, inmóvil, silente, como hipnotizada ante la televisión apagada. En este sofá donde tú y yo, pasamos tantas tardes viendo películas de aventuras y comiendo palomitas de microondas. Permanezco sentada, hasta que veo venir a Mario corriendo hacia mí, mirándome con cara de niño bueno, diciendo que no quiere comer más. Sabe que no puedo resistirme a esa mirada embaucadora suya que me recuerda tanto a ti, y se aprovecha de ello. Yo lo abrazo muy fuerte y dejó que vaya a jugar un rato a su habitación, antes de volver al colegio.

¡Teníamos tantos planes para el futuro! Yo soñaba con unas vacaciones en París, y tú con un BMW último modelo. Incluso habíamos pensado en tener otro hijo. Eramos felices y teníamos toda una vida por delante, o al menos eso es lo que tu y yo creíamos. Ninguno de nosotros podía imaginar que el destino truncaría nuestros sueños tan temprano, llevándose tu vida y destrozando la mía para siempre.

Mañana es tu cumpleaños. Pero tú no estarás aquí para soplar las velas ni para abrir los regalos. Tú no estarás aquí para contarme cómo te fue el día en la oficina, o de que humor andaba tu jefe. Tú no estarás aquí para abrazarme por la noche cuando sienta frío.

Tú no estarás aquí, mañana ni pasado, ni nunca. Tú no estarás aquí, porque hace una semana, tomaste ese maldito tren que se llevó tu vida, junto con la de tantas otras personas inocentes.

Toda España está de luto. Balcones, automóviles y comercios, exhiben miles de crespones negros, en muestra de solidaridad con nosotros, los familiares de las víctimas de los atentados. Personas de todas las razas y edades se congregan en las plazas y unen sus voces, al son de una multitudinaria protesta. ¡NO AL TERRORISMO! La policía, el gobierno y hasta la propia monarquía, prometen que detendrán, juzgarán y castigarán a los culpables. Pero nadie resucitará a los muertos. Nadie me devolverá el alegre sonido de tu risa, ni la reconfortante tibieza de tus manos. Mario crecerá sin padre, y yo, yo tendré que cargar para siempre con esta pena que me ahoga, con este odio que envilece mis sentidos. Yo tendré que continuar, mi vida sin ti.