He visto padres que no reconocen
la ropa muerta del hijo, rechazan
su pequeña medalla muerta; padres
que retrasan la carne de su carne,
reniegan de lo inerte que fue suyo,
precisan la genética y la duda,
dilatan la esperanza como un chicle
mil veces masticado y hacen nido
al dolor en el hueco de las sienes.

Porque salen más víctimas que muertos oficiales
hay más bolsas con restos que número mortal,
y hay dedos de un cadáver ya sin brazos
y una pierna infantil sin ningún nombre.

Los forenses anotan cualquier cosa
por si acaso: el color de una pestaña,
la textura del pelo de una joven
y su constelación de siete pecas.

Me pregunto quién antes realizó
la autopsia de las horas en mala hora,
quién pudo embalsamar todas las sábanas
todavía enfriándose el calor de los cuerpos,
quién alejó de sí la cercanía
y ordenó retirar los desayunos
antes de amanecer con mechas pelirrojas,
antes de interrumpir la corriente y la marcha,
los trenes torrenciales como ríos,
la sangre que madruga tan temprano…
…y entonces la extensión de la barbarie
manchando el sol de primerizo escombro
con cien caños de música que inundan
la orfandad de los móviles que ya nadie contesta.

Porque hay libros salvados que buscan a su dueño:
al estudiante con acné y legañas,
al limpiador de cristales rumano,
al administrativo y la modista
que leían lo mismo: vivir para contarla.

Hijos todos de la mañana niña,
familiares del tajo, los he visto.
y he visto que las cosas y la gente
rescatan de las vías su futuro
mutilado sin jueves, su después imposible:
el anillo de bodas, la foto de los nietos,
el carnet sindical, unas gafas sin ojos,
a muchos metros una mano sola,
la goma dos y el corazón sin brújula